Éramos como siete en eso. Al principio iba todo bien, hasta que el arquitecto Marangoni quiso apurar la loza que dividía la planta baja del primer piso del estacionamiento, asegurándola con unos tensores de acero que iban atornillados a la pared. De entrada, ese detalle nos había parecido una locura mortal; demasiada superficie para el peso que podrían llegar a soportar estos amarres improvisados. Le advertimos eso, pero él seguía trenzado a su idea fija. Esto hizo molestar a algunos de mis compañeros, que por tal motivo decidieron abandonar la obra (Sus vidas les tiraba más). Entonces quedamos tres... y Marangoni, que con su longa oscuridad delgada nos controlaba atentamente sin moverse un segundo ¡Serio como un tero! Parecía un emperador contemplando su muralla. Con mucho esfuerzo logramos finalizar la loza. Él nos llamó a su lado y nos dijo que habíamos estado simplemente perfectos. A nosotros nos parecía una locura a punto de derrumbarse y matar a cualquiera. Estábamos preocupados y ansiosos por cobrar el día para disparar de ahí lo antes posible.
- ¡Que maravilla! ¡Esto ha sido mi obra culmine! ¡Vayan a cobrar y no vuelvan más! ¡Desaparezcan! - nos gritó el arquitecto.
Y así lo hicimos. Fue cuando empezaron a rechinar los tensores y todos rajamos como lauchas por tirante. Menos él, que parado en el centro de su creación, abrió las manos hacia el techo logrando el contacto celestial con su derrumbe.
Que mente loca este Marangoni, nos mandó a construir su propia tumba.
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