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¡ME CAGO EN DEL POTRILLO!


  “Era un tipo que no dejaba de mirarse al espejo. Pensaba que tenía una mancha en la cara pero, al parecer, sólo él la veía...” 

  - No, eso no. - Se dijo. 

  Luego arrancó, abolló y tiró la hoja a un cesto de basura. 

  - Vamos de nuevo. A ver... – Pensaba en voz alta. 

  “Nélida vivía en un edificio de la calle Anchorena con su madre, que estaba postrada en una silla de ruedas. Tenían como mascota una gata también lisiada...” 

  - ¡No! ¡Maldición! Eso no es lo que busco - Mientras arrancaba y abollaba su segundo intento de cuento. 

  - Mmm... - Se rascaba la cabeza.

  “Hugh era un borracho perdido de unos treinta y dos años de edad...” 

  - ¡Me cago en Del Potrillo! - Terminó maldiciendo al exitoso poeta maldito Ismael Del Potrillo de Anchorena, quien lo tenía adormecido bajo su influencia. 

  Enfurecido revoleó su máquina de escribir al piso. 

  - Necesito aire. - Se dijo con más calma arreglándose el pelo graso. 

  - Voy a salir a dar una vuelta. - Bebió lo que le quedaba en el vaso y salió. 

  Estaba de sequía, hacía meses que no escribía nada; su mente se limitaba a contemplar un papel en blanco. Nada emergía de su mundo loco, ni estimulado por ese vino tinto barato marca “Racimo de forros”, vulgarmente llamado “Sangre de perro”. Caminó sin rumbo, sin importarle nada. Iba por la intersección entre las calles Celestio y Camacho, cuando de repente se distrae contemplado a unos gorriones que le estaban dando rienda suelta a la lujuria entre la polvareda escandalosa que generaban en un cantero seco. Abstraído en esa extraña asquerosidad silvestre, lo último que escuchó antes de perder el conocimiento fue un: – ¡Guarda salchichón! - disparado desde las entrañas de un taxista que lo terminó atropellando con su 404.

  Despertó… Fuera de foco… Manchas… Colores… Se apagó… Despertó nuevamente… Y así unas cuantas veces… Hasta que escuchó una voz que decía algo parecido a salchichón.

  - ¡Salomón! ¡Salomón! ¿Me escuchás? - Preguntaba una voz nerviosa, entrecortada y finita.

  - ¡Soy yo! ¡La Claudia! - Insistía esa voz sollozante.

  Su cuerpo parecía una bolsa de nailon transparente, tirado ahí entre las sábanas de una camilla del Hospital Cobain. Estaba mas muerto que vivo, como quien dice: “A punto de recibir el diploma del curso de arpa”. Había pasado cinco años en coma, lo único que atinó a decir fue: - ¡Ajjj! Un sonido espectral que produjo su garganta (similar al que pulsan los patos criollos). Repetía eso una y otra vez.

   - ¡Salomón! ¿Me escuchás? ¡Soy La Claudia! - Estaba como loca, le estrujaba la mano, aunque este ni lo sintiese.

  - ¡Ajjjaa! ¡Ajjjaa! – Exhalaba el cadavérico Salomón con sus ojos aún cerrados.

  - ¿Agua? - Preguntó la Claudia.

  - ¡Ijj! ¡Ijj! ¡Ajjaa! ¡Ajjaa! - Boqueaba como una boga fuera del agua.

  Ella le vertió un chorro de ese manantial en su boca. 

  - ¡Es un milagro! ¡Gracias Virgen de Lourdes! - Mientras rezaba bajo una catarata de lágrimas.

  Y así circularon los días y Salomón, de a poco, fue recuperando su salud, su habla y su existencia, hasta que definitivamente le dieron el alta. La Claudia había estado a su lado, durante esos cinco silenciosos años no lo abandonó ni un solo día. Una vez los médicos le propusieron desconectarlo y ella se negó terminantemente; tenía fe en que la Virgen de Lourdes le iba a regresar de las tinieblas a su ex marido. Ella estuvo ahí todo este tiempo tomándolo de su mano, día tras día. Ella era la única persona que lo conocía, La Claudia.

  Tras recibir el alta, fue llevado a su casa. Miraba al mundo asombrado, como un turista japonés. Recorría cada rincón de su morada en su silla de ruedas, a la cual estaría condenado por el resto de su vida.

  - ¡No lo puedo creer! ¿Qué me pasó Claudia? – Preguntaba constantemente.

  - Te atropelló un taxi y estás vivo de pedo. ¡Agradecele a La Virgen de Lourdes que en este momento puedas estar hablando conmigo! – Le respondía ella.

  - No lo puedo creer... – Repetía Salomón. 

  - Así que de ahora en más voy a estar con vos el resto de nuestras vidas. - La Claudia se agachó para abrazarlo y besarlo bajo su diluvio de lágrimas. Salomón accedía desconcertado a tal arrebato de emoción. 

  - ¡En todo este tiempo aprendí a amarte infinitamente! Le declaró La Claudia.

   Cuando él se enteró que ella había llegado a vivir con lo mínimo y necesario, luego de que la rechazaran de varios trabajos por priorizar su cuidado, no hizo más que llorar y abrazarla desconsoladamente. 

  - ¡Yo también te amo Claudita! ¡Gracias mi amor! ¡Bendita seas! - La abrazó, más que de película, de verdad.

  Días después, su vieja pocilga sepia había tomado luz y color. Hasta ese momento, ni se acordaba de que había querido ser escritor. Un día, mientras mereodeaba en su silla de ruedas, encontró su vieja máquina de escribir con una hoja cargada… Su contenido se titulaba: “¡Me cago en Del Potrillo!”

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