Desde aquel surtidor oxidado en el muelle del canal, Don Arébalo esperaba paciente que algún lanchero pare a recargar el tanque. Este señor ya estaba un tanto entrado en años y los anzuelos de la humedad le torturaban la salud. Su cuerpo ovalado se fundía con la reposera deshilachada. Conservaba un semblante acartonado con la mirada en la bruma, la contraseña del equilibrio dentro de una mente espesa y práctica. Su vida circulaba con vermouth, tabaco y revistas de famosos que le dejaba un cliente de San Fernando.
Don Arébalo, alguna vez, tuvo un socio, nuestro aventurero en cuestión.
Mengano era un organismo consumido, aunque pujante y obstinado. Gente curtida de intemperie y suerte precaria. Marrón y turbio cual su río. Su rol en tal empresa con Don Arébalo conllevaba la tarea de recorrer los espineles con la esperanza de ensartar algún dorado, o algún bagre al menos, que calmara los tambores pesados del hambre en aquellos tiempos.
Una tarde de invierno fulero Mengano recoge el espinel y la tanza no cedía. Ya a punto de cortarla para no renegar, como quien no quiere la cosa, en un momento determinado, el espinel lo sacude de la canoa y lo manda directamente a las profundidades del río. Tenía la tanza engalletada a la muñeca y para colmo traía encima una caja de tinto vespertino que lo tenía lento. No pudo zafarse…
Al contrario de lo que uno creería, no murió ni sobrevivió. Vaya a saber de que manera respiraba agua. En las profundidades de aquel mundo marrón, pudo divisar algunos bagres, una vieja del agua chupeteando el barro del fondo, algunas latas y una cubierta de automóvil a medio asomar. Le había invadido una sensación de seguridad y calor parecida a la que brinda una madre. Entonces, como pudo, se quitó sus harapos.
Pasará el resto de su eternidad buceando entre las maravillas que ofrece la vida fluvial. Paisaje y movimiento.
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