La adrenalina que me impulsaba como un resorte hacía palpitar el entorno de mi visión, solo veía desde abajo las piernas de mi compañero del colegio y la escalera cada vez más corta. Hasta que Fariseo abrió delicadamente esa reja. El sonido de las aves me exasperaba aún más, pero respiré profundo y entramos.
Era una habitación grande repleta de palomas, con objetos meticulosamente ordenados. Al hurgar en la jaula sólo encontramos unos cuantos mapas de ruta y una infinidad de planillas guardadas en un armario, que al leerlas lo único que llegué a entender fueron las siguientes palabras: “Salió”, “Llegó” y “Detonó”. En ese instante Fariseo, distendido sobre la pared del fondo, me decía que al fin y al cabo su abuelo no poseía más que un palomar ordinario. Fue entonces cuando sus palabras se desmoronaron con pared y todo. Las aves aterrorizadas chirreaban entre el estruendo y la polvareda que se había formado. A pesar del susto Fariseo estaba bien, ese muro resultó ser un fondo falso. Con la iluminación precaria que daba dentro de ese recinto siniestro, caímos en la cuenta de que estábamos en un pequeño búnker repleto de dinamita que contaba con un ejército de palomas formadas, equipadas, numeradas y listas para “volar”. Eso nos elevó a un nivel de euforia alarmante. Fue cuando Fariseo me dijo:
- ¡Rajemos ya de acá! ¡Dejemos todo como estaba! -
Eso hicimos, pero desesperé cuando vi que mi cronómetro marcaba el minuto nueve de los diez que teníamos de margen antes de que ese viejo demente volviera, por eso me lancé espantada de un salto al patio. Desde el suelo vi descender a Fariseo derrapando por la escalera. Aterrados en silencio logramos escapar.
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